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En un año Trump ha normalizado lo que antes parecía intolerable en la presidencia de EEUU
Hace un año, Donald Trump ganó la elección presidencial en Estados Unidos con un resultado que resultó impactante y sorpresivo. Desde entonces, aunque algunos llegaron a pensar que ya en el poder asumiría una actitud ‘presidencial’, Trump ha gobernado desde el 20 de enero a la fecha sumido en escándalos, caos operativo, actitudes autoritarias, investigaciones judiciales y una nueva cauda de confrontaciones, ofensas y estridencias.
Sus logros de gobierno y de avance legislativo han sido minúsculos mientras que han sido enormes sus derrotas políticas (su fracaso en abolir la vigente ley de salud, por ejemplo), sus conflictos de interés, sus dislates diplomáticos y su afán de desmantelamiento institucional y de todo lo que huela a su antecesor, Barack Obama. Y no parece que el asunto vaya a cambiar.
La crispación social es también muy grande, sobre todo porque Trump ha gobernado con actitudes polarizantes y estigmatizado a comunidades enteras (como a las mujeres, los inmigrantes y las minorías étnicas o religiosas) y porque muchas de sus decisiones de gobierno han motivado severa inquietud sobre el futuro de la nación, como es el caso de su abandono de protecciones medioambientales, su tolerancia ante la extrema derecha y su retórica belicista ante Corea del Norte.
Por ello, algunos consideran que la acción disruptiva, su actitud ‘políticamente incorrecta’, su retórica inflamatoria y divisiva, su proclividad a los ‘hechos alternativos’ además de su inexperiencia en gobierno han penetrado tanto en la sociedad estadounidense que esta, pese a resentirlo, en cierto modo ha asumido todo ello como la nueva normalidad.
Eso se refuerza en que, salvo algunas excepciones, la turbulenta administración de Trump mantiene el apoyo sustantivo del Partido Republicano y, por ello, salvo que se diera una revelación mayúscula en la investigación sobre la injerencia electoral de Rusia o en algún otro tema conflictivo, su ruta y su estilo seguirán en el futuro inmediato.
Con todo, eso no significa que esa “normalización” del trumpismo implique que éste sea inexpugnable. En realidad, hasta el momento se ha mantenido de modo tambaleante y así podría seguir por lo que queda del presente periodo de gobierno. Trump es el presidente más impopular de la era moderna, con un índice de aceptación del orden del 38% segúnFiveThirtyEight y Gallup, y está bajo creciente presión a causa de la investigación del llamado ‘Rusiagate’.
Los republicanos han sufrido varapalos electorales en las recientes elecciones de gobernador en Virginia y New Jersey y tienen un escenario gris rumbo a 2018, cuando se renovará una parte sustantiva del Congreso. Y, además, la Casa Blanca de Trump se ha aislado de muchos de sus aliados exteriores y erosionado las relaciones internacionales de modo creciente.
Es cierto que la sociedad y los estamentos de poder estadounidenses, que por mucho menos de lo que Trump ha hecho una y otra vez se deslindaron de políticos de perfil escandaloso o impropio, parecen tener una resistencia mucho mayor ante el presidente actual. Eso, en parte, tiene que ver con la polarización política que, desde años atrás, se ha agudizado en EEUU y que hace que se mantengan las fidelidades político-partidistas en circunstancias que antes no se habrían tolerado. Pero también porque, a fin de cuentas, en el pragmatismo vigente la administración Trump es un mal menor para muchos republicanos en comparación con lo que, para ellos, habría significado un gobierno de Clinton.
Y dado que la mayoría en ambas cámaras del Congreso está bajo control republicano (con todo y los choques entre Trump y los líderes legislativos Paul Ryan y Mitch McConnell), hasta ahora no ha habido interés, capacidad o posibilidad para ponerle un alto a los aspectos controversiales o contraproducentes de Trump.
Y, cabe decir, mucho de los fracasos que ha sufrido la presente administración se deben, además de a las acciones u omisiones de Trump, a los hondos desencuentros que existen dentro del propio Partido Republicano, una caja de pandora que muchos prefieren no abrir más de la cuenta, como sucedería si los liderazgos partidistas encararan sustantivamente a Trump y, por extensión, a su considerable y muy activa base de simpatizantes de la derecha radical.
Los demócratas, más allá de oponerse de modo sistemático y de, a veces, coquetear con acuerdos que no llevado a ningún lado, no tienen por el momento capacidad de actuar efectivamente para detener las políticas de Trump y esperan mejores tiempos electorales para resurgir. El resultado en Virginia y New Jersey, y lo que deparen las elecciones legislativas de 2018, serán claves para medir su capacidad de acción y reacción ante Trump y sus posibilidades de volver a la Casa Blanca en 2020.
Así, guste o no, normalizado o no, y salvo que se den revelaciones cataclísmicas, hay Trump y trumpismo para rato a un año de un resultado electoral que sacudió al país y al mundo.
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